Se trataba de comprar un armonio para la parroquia. Con objeto de recaudar fondos, se pensó en organizar unas rifas. En el pueblo vecino (el mío), distante nueve kilómetros, disponían de una tómbola. Realizadas las oportunas gestiones, el profesor de cursillos al que llamaremos Luis, se ofreció para ir a buscarla. Y en compañía de un hermano suyo, tomaron una mañana el tractor con el remolque.
Este día pasaba por allí la vuelta ciclista a España, así que decidieron quedarse a verla. Y sobre las dos de la tarde iniciaron el regreso a su pueblo, con tiempo suficiente para llegar a comer.
Llevaban apenas tres kilómetros de camino cuando se dieron cuenta de que el remolque iba mal. Se apearon y vieron que a dos cubiertas puestas hacia dos días se les había saltado la cama de los aceros, y en las dos se les salía la cámara a punto de reventar. Desengancharon el remolque y Luis volvió a mi pueblo con el tractor, al taller en que le habían puesto las cubiertas nuevas. El mecánico tomó las viejas y volvieron a reparar la avería. La policía de tráfico les detuvo. Examinó el tractor concienzudamente y les denunció por ir sin espejo retrovisor.
Llegaron al remolque, cambiaron las cubiertas, inflaron las ruedas, el mecánico regresó y Luis y su hermano siguieron su camino.
A los dos kilómetros se produjo un gran estampido. Una rueda del remolque distinta de las anteriores había estallado, quedando totalmente inutilizada con un gran agujero. Tal como estaba, siguieron andando muy despacio, procurando no estropear demasiado la llanta. Así hicieron cosa de un kilómetro y medio más. Y de pronto, sin saber cómo ni por qué, nuevo reventón, esta vez de una de las ruedas delanteras del tractor. Lo desengancharon, lo arrimaron a una margen, lo inclinaron y pusieron una piedra en el eje delantero de forma que la rueda reventada fuera en el aire, dirigiendo con la otra rueda.
Así continuaron el accidentado viaje, con más cuidados que si llevaran una carga de nitroglicerina. Y cuando les faltaban unos 500 metros para llegar a su pueblo, la tremenda explosión, la traca final. Una de las ruedas grandes del tractor reventó como una bomba.
Entraron como pudieron el tractor y el remolque a una era, y completamente abatidos, a las once de la noche llegaban a su casa. Allí, unos familiares que «fastidian y santifican» a Luis con los cuales convive, le pusieron verde. Y cuando él contó sus peripecias, con las cinco averías y la multa, le llamaron infeliz, tonto, desgraciado y todo lo que quieras por meterse en semejantes berenjenales de iglesias y curas. Y el buen Luis, completamente desecho, se echó a llorar y se fue a la cama.